Teobaldo, lleno de asombro, abandonÓ la aldea y se dirigiÓ al castillo, Á cuyas puertas llego cuando apenas clareaba el dÍa. El foso estaba cegado con los sillares de las derruidas almenas; el puente levadizo, inÚtil ya, se pudrÍa colgado aÚn de sus fuertes tirantes de hierro, cubiertos de orÍn por la acciÓn de los aÑos; en la torre del homenaje taÑia lentamente una campana; frente al arco principal de la fortaleza y sobre un pedestal de granito se elevaba una cruz; en los muros no se veÍa un solo soldado; y confuso, y sordo, parecÍa que de su seno se elevaba como un murmullo lejano, un himno religioso, grave, solemne y magnÍfico. —Y este es mi castillo, no hay duda! decÍa Teobaldo, paseando su inquieta mirada de un punto Á otro, sin acertar Á comprender lo que le pasaba. Aquel es mi escudo, grabado aÚn sobre la clave del arco! Ese es el valle de Montagut! Estas tierras que domina, el seÑorio de Fortcastell.... En aquel instante las pesadas hojas de la puerta giraron sobre sus goznes y apareciÓ en su dintel un religioso. |