Cuando Teobaldo dejÓ de percibir las pisadas de su corcel y se sintiÓ lanzado en el vacÍo, no pudo reprimir un involuntario estremecimiento de terror. Hasta entonces habÍa creÍdo que los objetos que se representaban Á sus ojos eran fantasmas de su imaginaciÓn, turbada por el vÉrtigo, y que su corcel corrÍa desbocado, es verdad, pero corrÍa, sin salir del tÉrmino de su seÑorÍo. Ya no le quedaba duda de que era el juguete de un poder sobrenatural que le arrastraba sin que supiese Á dÓnde, Á travÉs de aquellas nieblas obscuras, de aquellas nubes de formas caprichosas y fantÁsticas, en cuyo seno, que se iluminaba Á veces con el resplandor de un relÁmpago, creÍa distinguir las hirvientes centellas, prÓximas Á desprenderse. El corcel corrÍa, Ó mejor dicho nadaba en aquel ocÉano de vapores caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo ro comenzaron Á desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su jinete.
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