Desde una humilde casa de adobe de la ciudad de TucumÁn,[483] las Provincias Unidas de la Plata[484] lanzaron al mundo, el 9 de julio de 1816, la declaraciÓn solemne de su independencia. FuÉ Ése un acto que, aunque mÁs modesto que el celebrado cuarenta aÑos antes por las trece colonias inglesas, tuvo igual si no mayor significaciÓn relativa en los destinos del pueblo que la realizaba. Esa declaraciÓn[485] audaz que se hacÍa seis aÑos despuÉs[486] de iniciada la guerra separatista, en momentos en que las armas patriotas eran dominadas desde MÉjico hasta Chile, tuvo la virtud de retemplar los espÍritus abatidos, salvando acaso la suerte de las armas.[487] Proclamada[488] esa declaraciÓn en medio de una horrorosa anarquÍa, que habrÍa de retardar por otro medio siglo[489] la unidad nacional, logrÓ sin embargo polarizar los espÍritus en el sentido de la democracia. Clausurado ese Congreso sin que sus tareas se viesen cumplidas, su papel en la historia fuÉ el de un monumento inconcluso que recordarÁ a los pueblos el deber sagrado de completar sus grandes lÍneas.
Casa donde se ReuniÓ el Congreso de TucumÁn Blasco IbÁÑez, Argentina y sus grandezas
Casa donde se ReuniÓ el Congreso de TucumÁn
(Blasco IbÁÑez, Argentina y sus grandezas)
Los lineamentos de las dos grandes revoluciones[490] de la independencia en el norte y en el sur del continente son demasiado diversos para que se los pueda superponer. No debe olvidarse que el grito revolucionario resonÓ en la AmÉrica del Sur en 1810, cuando ya la Europa habÍa olvidado la aventura a que se lanzara Francia en 1789; cuando[491] las acciones de la democracia habÍan sido despreciadas en el mercado polÍtico europeo, dominado como estaba por un escepticismo contra el cual tenÍa escasa acciÓn el Éxito relativo con que la AmÉrica sajona habÍa comenzado a poner en prÁctica sus instituciones democrÁticas. En el norte el deseo de instituir un gobierno propio[492] primaba sobre el anhelo de independencia, segÚn lo comprueba el ofrecimiento de obediencia y de voluntaria contribuciÓn que hicieron las colonias inglesas al soberano; en el sur el deseo de independencia era lo primero y la forma de gobierno lo segundo. Fracasada la libertad de Francia en el imperio militar y desacreditada la repÚblica[493] por los crÍmenes del AÑo Terrible, la democracia[494] no tenÍa atractivos especiales para los promotores de la revoluciÓn, por lo menos para los espÍritus mÁs prÁcticos; antes bien esa forma de gobierno[495] concitaba peligros, entre los cuales el mÁs grave era sin duda el de no alcanzar de la Europa el anhelado reconocimiento de la independencia.
Si Éstas son razones histÓricas y por lo tanto ocasionales, otras mÁs profundas y de un orden social hicieron el proceso diferente en ambos extremos de AmÉrica; y por lo que toca a la del[496] Sur, mÁs dramÁtico y doloroso que en el Norte. El gobierno espaÑol habÍa establecido un rÉgimen colonial fundado en la opresiÓn y el egoÍsmo, dentro de cuyo programa absoluto no cabÍa el ejercicio de la mÁs dÉbil iniciativa local. Tan profundo fuÉ el sello impreso por el ejercicio de este paternalismo estrecho, que sus resabios son visibles todavÍa en la vida polÍtica de casi todas las naciones que estuvieron un tiempo sometidas a EspaÑa. En muchas de ellas la evoluciÓn polÍtico-democrÁtica ha sido entendida, a lo sumo, como el paso de la autocracia despÓtica al paternalismo benÉvolo. Aun hoy dÍa el estudioso podrÍa descubrir en la legislaciÓn de algunos paÍses de la AmÉrica espaÑola, una como presunciÓn[497] de que el pueblo es el sujeto pasivo de la actividad social ejercida por el Estado, de quien se aguardan todas las iniciativas. El Estado,[498] por su parte, no hace mucho por modificar este concepto, antes bien se apresura a confirmarlo tomando[499] asÍ toda carga que conduzca al progreso social. Hay la tendencia a mirar este progreso, este resultado, como el fin mismo de la actividad del Estado y de aquÍ que esas sociedades casi carezcan[500] de legislaciÓn y de Órganos para instaurar procesos sociales que tengan en vista aquellos resultados, pero en los que intervenga la actividad general, con cuyo ejercicio se perfecciona la verdadera educaciÓn democrÁtica.
Si esto ocurre en la hora presente, no es extraÑo que en los obscuros dÍas de 1810, cuando la instituciÓn de la repÚblica habÍa caÍdo en descrÉdito, los fundadores de las nacionalidades hispanoamericanas no tuvieran una idea clara de la funciÓn social del gobierno democrÁtico. AsÍ se explica la creencia de que la perfecciÓn del estado polÍtico dependiera mÁs de cierta virtud intrÍnseca de las leyes que de la virtud de los hombres. ¿No deseaban esos prÓceres “leyes tan perfectas que[501] fuera imposible al pueblo contravenirlas”? Se admitirÁ pues, que en la AmÉrica espaÑola la fÓrmula lincolniana del gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo, habrÍa pecado por exceso,[502] al juicio de los legisladores que a lo sumo deseaban fundar un gobierno para el pueblo, pero no veÍan la posibilidad, ni acaso tampoco la ventaja, de instituir gobiernos del pueblo y por el pueblo, excepto en cuanto reconocÍan la necesidad de que[503] los gobernantes estuvieran identificados con el pueblo por razÓn de su origen.[504] Como lo hace notar[505] nuestro Sarmiento: “el cabildo abierto sÓlo[506] admitÍa los notables de la ciudad, apartando al pueblo del lugar de la reuniÓn, como lo repiten las actas de la Época. En el pueblo vendrÍan indios, negros, mestizos, mulatos, y no querÍan abandonar a nÚmeros tan heterogÉneos la elecciÓn de magistrados, si estos habÍan de ser blancos, y de la clase burguesa y municipal.”
En definitiva, todos los caracteres de nuestra revoluciÓn proceden de una modalidad social de las colonias hispanoamericanas, modalidad sobre cuyas consecuencias histÓricas nunca se insistirÁ[507] demasiado, pues proporcionan la clave para comprender la evoluciÓn polÍtica y el estado actual de esos pueblos. Durante el coloniaje existÍan allÍ la mÁs brillante cultura y la ignorancia mÁs densa. Por una parte esos paÍses habÍan instituÍdo la educaciÓn superior en sus universidades muchos aÑos antes de que los primeros peregrinos arribasen a Plymouth; por otra, las clases inferiores de la sociedad unÍan a su falta de luces, la barbarie transmitida en las luchas con los elementos indÍgenas.
Estratificada asÍ la sociedad, el historiador puede seguir una lÍnea correspondiente de separaciÓn durante todo el proceso histÓrico. Dos factores, diferentes cuando no antagÓnicos, se desarrollaron[508] en esas sociedades al sonar la hora de la revoluciÓn. El uno el factor idealista, que pudiÉramos decir, se inspiraba en un pensamiento aristocrÁtico, siquiera sea dicho en su estricto sentido etimolÓgico, puesto que respondÍa a la convicciÓn de que[509] las clases superiores y cultas tienen la responsabilidad de tutela social. Para estas clases el problema polÍtico era un problema filosÓfico, dependiente en gran parte de una legislaciÓn apropiada. Aunque para los prohombres el gobierno mÁs perfecto era el que garantizaba el mayor bien al mayor nÚmero, Ése era el lÍmite extremo de sus teorÍas democrÁticas. Dado el medio en que actuaban, ninguno de ellos hubiera ido tan lejos como para proclamar el derecho de todos y de cada uno a contribuir con su expresiÓn individual a formar el ideal colectivo; a constituir, en suma, una naciÓn que fuera expresiÓn fiel de la cultura moral y social existente entonces en el pueblo. Ninguno se habrÍa resignado a dejar en manos de las ciegas mayorÍas el futuro de la naciÓn. Nadie habrÍa llevado tan lejos su fe en los instintos de la colectividad. CreÍan, pues, en el gobierno de los mejores, es decir, de los que ellos creÍan tales, pues para medir los mÉritos de los hombres aplicaban el cartabÓn de la cultura y de la sabidurÍa y no el simple magnetismo personal ni otras cualidades elementales y primitivas, que en los estratos inferiores de la sociedad despiertan admiraciÓn y deciden la superioridad.
De acuerdo con este criterio, las naciones sudamericanas han dado a sus instituciones polÍticas un sello a veces diferente del que imprimieron a las suyas las colonias anglo-sajonas, diferencia, por otra parte, que nadie serÍa osado a condenar pues son variantes del problema que con su existencia plantea desde hace siglo y medio la democracia.[510] Para no detenernos sino en uno de esos contrastes, vÉase el diferente alcance que las naciones de la AmÉrica hispÁnica han dado al concepto “representativo”, respecto del sentido que ese tÉrmino recibe en las prÁcticas polÍticas de la AmÉrica inglesa. SegÚn Éstas, el gobierno representativo debe reflejar fielmente la fisonomÍa de la sociedad que representa; y para asegurar ese carÁcter, los representantes son emanaciÓn directa de las circunscripciones locales. El gobierno, pues, no puede nunca ser superior al pueblo, ni acaso para el espÍritu de esas sociedades es deseable que lo fuese. Los paÍses latinoamericanos han dado a la representaciÓn un significado menos estricto, haciendo que los representantes lo sean[511] en comÚn de las grandes divisiones polÍticas, con lo cual se cumple el propÓsito de que la representaciÓn recaiga sobre las personas de mayor prestigio y sabidurÍa, residentes por lo general en las capitales y centros importantes.
El otro componente de la revoluciÓn argentina lo suministra el pueblo ignorante e ineducado, aunque celoso como pocos de su independencia personal. A despecho del papel pasivo que con la mejor intenciÓn se pretendÍa hacerle desempeÑar[512] en el drama, ese pueblo fuÉ el verdadero protagonista. AdivinÓ que llegaba el momento histÓrico de actuar y actuÓ, obrando segÚn sus fieros y primitivos impulsos, exteriorizando los cuales[513] comenzaba en realidad su larga auto-educaciÓn polÍtica. La repugnante arena de las luchas fratricidas en que se debaten sus crudos intereses, ha sido en realidad la escuela de la democracia en Sud-AmÉrica. Los caudillos locales que las turbas exaltaron, son el exponente y la expresiÓn de las sordas voluntades colectivas. Aunque figuras menores[514] de la historia, siniestras a veces, no por eso son indignas del estudio del sociÓlogo.
Ernesto Nelson
Ernesto Nelson
El factor idealista de la revoluciÓn y de la organizaciÓn nacional tiene su campo privativo de acciÓn en la obra legislativa y de pensamiento; el otro en la acciÓn concreta y visible de la negra anarquÍa y la sangrienta dictadura. Del choque de ambas corrientes, de su compenetraciÓn gradual, resulta la fisonomÍa polÍtica actual de la RepÚblica Argentina, paÍs donde el conflicto entre ambas formas de acciÓn ha durado menos que en los otros, muchos de los cuales son todavÍa mundos polÍticos en formaciÓn, habiendo algunos[515] en los que el orden y el equilibrio aun no han aparecido. No sÓlo ha salvado la Argentina la Época Ígnea de las revoluciones, sino que su ambiente social permite ya que prospere en Él la forma mÁs delicada de la democracia, o sea el voto[516] secreto, cuyo advenimiento en las prÁcticas polÍticas de la gran repÚblica del sur tiene un significativo valor filosÓfico, como prenda de concordia y de colaboraciÓn entre las luces de la cultura y los instintos populares a cuyas inspiraciones esa ley entregÓ con plena confianza sus[517] destinos futuros. En la fisonomÍa actual del paÍs los dos elementos de la evoluciÓn social han dejado impresa su huella. El espÍritu democrÁtico, ya madurado, coexiste con un pronunciado idealismo, un respeto casi religioso por la cultura, que ha llevado a las legislaturas y a las mansiones presidenciales hombres de pensamiento mÁs bien que obreros de acciÓn prÁctica, con decidida ventaja a veces para la exaltaciÓn del ideal polÍtico, si bien con alguna desventaja para la acciÓn concreta inmediata. La constante calificaciÓn de cultura que ha servido de principal requisito al ejercicio del poder, ha impedido que Éste caiga en manos mercenarias o bajo el dominio de inteligencias sin cultura que degradasen su funciÓn[518] social. Por eso ha sido motivo de sorpresa para los observadores inadvertidos el encontrar en las repÚblicas latinas gobiernos no tan representativos como pudiera esperarse de la general falta de cultura de las masas. Los prestigios del mando, con su escuela de mÉritos y de honores para los servidores del paÍs, las prÁcticas apenas atemperadas del paternalismo ancestral, han creado el anhelo del bien pÚblico llevado con extrema frecuencia hasta el sacrificio personal. Y si esta excesiva actividad central acaso obra, segÚn se ha dicho ya, inhibiendo las actividades locales, no hay[519] duda que ha contribuÍdo a revestir la funciÓn polÍtica de mayor dignidad y a darle el carÁcter de una defensa contra los avances del capitalismo. Un tipo tal de democracia traerÁ tal vez cierto exceso de intervenciÓn oficial que no se advierte en las democracias mÁs homogÉneas, en las que el estado recibe toda la savia de los estratos inferiores de la sociedad; pero sin duda evita la malÉfica influencia de los poderosos intereses privados, de cuya presiÓn son a veces resultado[520] legislaciones que disimuladamente los sirven.
Si la legislaciÓn constructiva y la demagogia destructiva constituyen respectivamente el anverso y el reverso de la vida nacional, en pocos momentos de la historia argentina se exhiben con mayor evidencia ni en forma mÁs irreconciliable que en[521] el acto de celebrarse el Congreso de TucumÁn. Se iniciaba esta asamblea despuÉs de seis aÑos[522] de rotas las hostilidades con la madre Patria y sucedÍa a una serie de esfuerzos por dar forma polÍtica definitiva a la nueva naciÓn. El Congreso era un incidente en el proceso idealista y llevaba[523] involucrados todos los caracteres de este Último.[524] AsÍ, no fuÉ, ni podÍa ser, una emanaciÓn normal de las voluntades populares. Sus organizadores “poco se cuidaron de dar a la asamblea un origen democrÁtico” y apenas representaba Ésta una parte de las “provincias unidas” en cuyo nombre hablaba. Los caudillos habÍan aparecido. Uno[525] de ellos atraÍa hacia sÍ a CÓrdoba, Uruguay, Entre RÍos, Corrientes, y poco despuÉs a Santa FÉ, mientras el Paraguay se mantenÍa en su aislamiento. El Congreso procurÓ pacificar a los rebeldes decretando indultos generales, enviÓ delegados para calmar desavenencias entre aquellos y hasta empleÓ la fuerza para sofocar sediciones que estallaban a su alrededor. Las actividades[526] del Congreso eran, pues, denegatorias de todo carÁcter representativo y significaban el ejercicio de una actividad que se invocaba en nombre de los principios absolutos mÁs bien que en los de la representaciÓn, por mucho que se estirara el significado de ese concepto. Dada la descomposiciÓn a que en los seis aÑos de guerra habÍan conducido los excesos del individualismo desenfrenado, el Congreso se abrogÓ la misiÓn tutelar a que se sentÍa llamado, ejerciendo una acciÓn realmente ejecutiva que lo distrajo de los propÓsitos cardinales para que habÍa sido convocado, es decir, la declaraciÓn de la independencia y para redactar la constituciÓn que habrÍa de regir la nueva naciÓn.[527]
El anverso y el reverso de ese momento histÓrico estÁn representados, respectivamente, en la composiciÓn del Congreso por una parte, y la composiciÓn de los partidos en lucha, por la otra. El Congreso era la expresiÓn mÁs acabada de la cultura del virreinato; sus miembros, productos de las universidades de CÓrdoba,[528] de Charcas,[529] de Santiago de Chile,[530] del Colegio de San Carlos,[531] todos ellos competentes, poseÍdos del patriotismo mÁs acendrado. Como sombrÍo contraste, vÉase el estado general del paÍs,[532] segÚn lo pintÓ uno de los mÁs ilustres miembros del Congreso:[533] “Divididas las provincias, desunidos los pueblos y aun los mismos ciudadanos, rotos los lazos de la UniÓn social, inutilizados los resortes todos para mover la mÁquina, erigidos los gobiernos sobre bases dÉbiles y viciosas, chocados entre sÍ los intereses[534] comunes y particulares de los pueblos, negÁndose[535] algunos al reconocimiento de una autoridad comÚn, enervadas las fuerzas del estado, agotadas las fuentes de la pÚblica prosperidad, paralizados los arbitrios para darles un curso conveniente, pujante en gran parte el vicio y extinguidas las virtudes sociales (o por no conocidas o por inconciliables con el sistema de una libertad mal entendida), conducidos, en fin, los pueblos por senderos extraÑos—pero anÁlogos a tan funestos principios—a una espantosa anarquÍa (mal el mÁs digno de temerse en el curso de una revoluciÓn iniciada por meditados planes, sin cÁlculo en sus progresos y sin una prudente previsiÓn en sus fines), ¿quÉ dique mÁs poderoso podÍa oponerse a este torrente de males polÍticos que amenazaban absorber la patria y sepultarla en sus rÍos que la instalaciÓn de un gobierno que salvase la unidad de las provincias, conciliase su voluntad y reuniera los votos, concentrando en sÍ el poder?”
A la anterior pintura habrÍa que agregar que la[536] revoluciÓn estaba en una situaciÓn desesperada, cercadas como se hallaban las provincias por fuerzas espaÑolas en Chile y en el Alto PerÚ. El[537] Congreso mismo debiÓ trasladarse a Buenos Aires ante la aproximaciÓn del enemigo, que bajaba del[538] Norte.
En tales condiciones la valiente declaraciÓn de la Independencia, el 9 de julio de 1816, salvÓ la suerte de las armas galvanizando los entusiasmos del ejÉrcito y convirtiendo la revoluciÓn en invasora: pocos meses despuÉs, en efecto, San MartÍn cruzarÁ los Andes para batir a EspaÑa en Chile, desde donde, unidos los argentinos y los chilenos, iniciarÍan la expediciÓn libertadora que herirÍa al enemigo en su corazÓn, Lima, para luego[539] engrosar el ejÉrcito de BolÍvar a quien tocarÍa[540] dar el golpe definitivo al poder espaÑol en AmÉrica.[541]
Dados los caracteres sociolÓgicos de la revoluciÓn; dadas, ademÁs, las circunstancias en que se hallaba el paÍs, segÚn las describiera[542] Fray Cayetano RodrÍguez,[543] no es de extraÑar[544] que el Congresoc de 1816 fuese monarquista. En su seno, en efecto, se deslizaron los mÁs extraÑos proyectos para alzar en el paÍs un trono...: un trono cuya fuerza fuera capaz de asegurar el orden interior y cuyo prestigio diera al paÍs las garantÍas morales y materiales que sin duda reclamarÍa Europa antes de reconocer la independencia de la nueva naciÓn y de prestarle su poderosa alianza. Se pensÓ en traer[545] algÚn miembro de una casa real europea, y hasta se propuso restaurar con tal objeto la antigua monarquÍa incÁsica.
Nos parecen absurdos tales proyectos hoy que vemos lozano el Árbol de la democracia que a todos los pueblos de AmÉrica nos cobija; pero no se olvide que para entonces el Congreso de Viena habÍa arrancado esa planta del suelo de Europa como cizaÑa peligrosa, sin que el dÉbil retoÑo sajÓn hubiera dado todavÍa los ricos frutos que los tiempos le reservaban. Para los americanos de hoy, a uno y otro lado del ecuador, el patriotismo del suelo estÁ reforzado por un patriotismo de principios, un noble orgullo de haber nacido bajo la estrella de la igualdad de ventajas; pero entonces la libertad no tenÍa el sentido noble que le han dado despuÉs los triunfos del individualismo. Felizmente, aun cuando el bando monarquista contaba con opiniones de tanto peso como las de San MartÍn y de Belgrano—al segundo de los[546] cuales el Congreso hizo el honor de oÍr en sesiÓn secreta especial—y aun cuando la causa de la democracia tuvo una pobre defensa de parte de uno de los detractores de la monarquÍa, la buena[547] doctrina triunfÓ en esa hora crÍtica para la repÚblica y para la AmÉrica toda. Como se ve, aquel instante de la historia es un punto de empalme en el cual los destinos del continente estuvieron en peligro de tomar otro carril que hubiera llevado las ideas y los hombres por otros campos de la acciÓn polÍtica y social, transformando la vida de medio hemisferio y afectando tal vez seriamente la suerte de las instituciones democrÁticas en los Estados Unidos. Afortunadamente, en ese minuto supremo, una mano firme[548] se apoderÓ de la palanca que podÍa haber cambiado la marcha y antes de que los demÁs actores se percataran, un gran convoy de pueblos habÍa entrado en la vÍa que conduce a los destinos[549] superiores de la humanidad.
Aunque el Congreso no diÓ al paÍs la constituciÓn que de aquÉl se esperaba, salvÓ, como se ha visto,[550] la suerte de la democracia. Por este solo hecho la posteridad le ha perdonado su ofuscaciÓn, sus vacilaciones entre el rÉgimen republicano federal por el cual se pronunciÓ primero y el centralista que luego adoptÓ, y hasta las veleidades monÁrquicas en que mÁs tarde reincidiÓ. En cambio, la luz que encendiÓ en aquella hora vespertina seÑalÓ constantemente el puerto seguro a los pueblos que estuvieron a punto de extraviarse para siempre cuando cerrÓ la larga noche de la[551] anarquÍa.